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O Purgatório publica hoje um divertidíssimo relato em espanhol enviado pelo colega argentino Diego Tabachnik:
Habíamos pasado dos días enteros caminando por toda la Medina de Marrakesh, la zona “antigua” donde hay un millón de mercados, encantadores de serpientes, los olores más penetrantes del mundo y varias mesquitas con altoparlantes que cinco veces al día sincronizaban sus rezos para que se escuchen en todas partes. Nos quedaba un día entero por delante, cuando Alá pareció enviarnos un mensaje iluminador al poner en nuestro camino a dos rumanas que venían de Ossauira, en la costa de Marruecos.
Ambas habían sido poco agraciadas con su aspecto, pero si bien la rubia (sus nombres no los retuve ni un segundo, esa fea costumbre) era apocada y retraída, la morochita – que debía haber alcanzado 1,47 mts en puntas de pie – además era mala. O sea, mandona, sargento, dueña de un inglés cerrado, con el que no dialogaba, sino más bien emitía comunicados oficiales.
Ellas nos dijeron que la verdadera Meca quedaba en Ossauira, un lugar de playas hermosas, barcitos en la costa donde comer mariscos y peixes baratos, con buen clima y hasta olas para surfear. “Oiga Diego, ¡¡Vamos a la praia!!”, se emocionó Vítor, mi hermano brasilero de viaje, con el brillo que la saudade le da a los ojos de cualquier baiano que pasa dos meses sin ver el mar. “¡Y vayamos en moto!”, subió la apuesta.
Cuando uno está en sintonía de turista baja la guardia, esconde los miedos, se relaja, flota por ahí y también comete estupideces.
Salimos a la búsqueda de nuestro medio de locomoción y dimos con ella velozmente. Alí nos alquiló un minúsculo scooter de 125 centímetros, pequeño por fuera pero bien dotado en cuanto a potencia.
“Che Alí, ¿por dónde vamos a Ossauira?”, le dijimos en una mezcla de varios idiomas que incluían el inglés, el francés (en Marruecos se habla mucho por haber sido colonia), portugués, español y el de señas. La excitación no nos dejó ver cómo la cara de Alí se transformaba para darnos a entender que estábamos razonando fuera del recipiente, como dicen Les Luthiers. Eran 170 kilómetros, “todo recto”.
Sólo la salida de la ciudad nos llevó unos 45 minutos. Un quilombo. Quizás también pensamos que íbamos a poder entender los carteles en árabe… Pero finalmente dimos con la ruta.
Así fuimos pasando pueblitos y parajes a una velocidad promedio de 85 kilómetros por hora, dos tipos que irremediablemente remitíamos a aquella secuencia de Tonto y Retonto (Dumb and Dumber ou, em português, Débi & Lóide, como foi traduzido no Brasil), con Jim Carrey y… bueno, el rubio de Tonto y Retonto. Incluso, casi se nos congelan los mocos al atravesar una parte desértica donde hacía un friazo de la puta madre.
Nada nos importaba: la aventura corría por nuestras venas y la (poco) Poderosa nos llevaba con hidalguía a nuestro oasis surfero en la costa. Éramos dos espíritus libres convencidos de que la ruta era casi un salvoconducto que nos depositaría en el Hawai de medio oriente.
En el camino pasaron cosas extrañas, como las cabras que suben a los árboles para comer un fruto – algo que a Tim Burton le parecía una exageración poner en alguna de sus películas – o la postal que nos tomamos subidos a un pobre camello en un mirador.
El viento empezó a soplar con más fuerza a medida que completábamos las dos horas y media de viaje, ya cerca del paraíso. De pronto, al llegar al tope de una colina, se desplegó ante mis ojos la magnificencia que siempre tiene el mar para quien vive en una ciudad mediterránea. Y de ahí en más, la ruta y la ilusión fueron en bajada.
Ossauira parecía una ciudad que hacía pocas horas había sido desbastada por un bombardeo. En lugar de Honolulu nos dimos con Bosnia Herzegovina a principios de los ’90. Con el culo ya pidiéndonos explicaciones por el castigo bíblico al que lo sometimos (cuando aún nos faltaba todo el regreso), tratamos de mantener la calma ante la desastrosa primera impresión, y preguntamos cuál era la playa del surf, otra vez con el multidioma.
No estábamos lejos de la playa, sí lejísimo de la idea de belleza natural que tenían las consejeras rumanas. Aguas barrosas y bien frías, un vientazo que le hacía replantear su oficio a cualquier campera, y tres bares chetos con precios como los del Principado de Mónaco. Resultó ser un paraíso para los amantes del kite surf, pero sólo por la constante correntada de aire. Había algunos franceses en el agua, remontando sus velas, algo que no sabíamos ni queríamos hacer.
“Vamos a dar una vuelta por la Medina, a ver si la salvamos”, dijimos ya con media japi adentro. Eso fue volver al escenario de postguerra. “Qué ‘romanias’ de mierda”, reflexionada con bronca y en voz alta Vítor, con las ilusiones por el piso.
Claro que ese espíritu infantil que arrastrábamos no se vence fácilmente y todo era motivo de risa, incluido el ¿timo? al que habíamos sido sometidos.
Tras sólo una hora y media en Ossauria, incluido un mediocre almuerzo de tres pescaditos fritos, emprendimos las tres horas que nos separaban de Alí para devolverle la Poderosa. En el camino nos pegamos un cagazo madre cuando casi casi casi nos quedamos sin nafta, aunque al final zafamos.
Como llegamos una hora antes de la entrega (fueron 6 horas viaje para estar sólo una y media en el destino… brillante), nos aventuramos a surcar los inexpugnables pasadizos de la Medina como si fuésemos locales: a bordo de la motito pero entre miles de personas, tocando bocina y metiendo pecho. Fuimos los únicos gringos que vi haciendo esa (otra) locura. Y nos salió bárbaro.
A las rumanas no las volvimos a ver. Sospecho que habrán estado en el ministerio de Turismo cobrando la comisión por enviar a otros dos idiotas al lugar más feo del mundo. Igual, les debería dar las gracias por lo vivido.
*Diego Tabachnik é jornalista de Córdoba (Argentina) e parceirão de viagem de Vítor Rocha, que lhe cede o espaço (lá ele) hoje.